El recuerdo del héroe de "Carros de fuego" está aún presente en la memoria de su hija
Patricia Russell solo tenía seis años cuando vio por última vez a su padre, Eric Liddell, campeón olímpico en 1924 en París e inmortalizado en la película "Carros de fuego", ganadora de un Oscar.
En una entrevista telefónica con la AFP, esta octogenaria repasa los recuerdos que tiene de un atleta que sacrificó la gloria por sus convicciones religiosas, aunque matizo que "no era un fanático".
Ferviente cristiano, este escocés renunció a disputar su mejor prueba, los 100 metros lisos, para no tener que correr un domingo, algo contrario a sus creencias religiosas.
Este dilema, los vanos esfuerzos de la delegación británica por hacerle cambiar de idea y la victoria de su compatriota y rival Harold Abrahams, quedaron reflejados en la película de Hugh Hudson, recompensada con un Oscar en 1982.
"Era más bien un cristiano liberal, pero no quería traicionar sus principios por una medalla de oro", explica Patricia Russell en una entrevista telefónica dada a la AFP desde su domicilio, cerca de Toronto (Canadá).
"Creo que si le hubieran convencido de participar, habría ganado, pero eso habría sido desgarrador porque habría corrido pensando haber vendido su alma", continúa la anciana enfermera, todavía entusiasta y jovial a los 88 años.
Días más tarde, Liddell ganó el oro en los 400 m y el bronce en los 200 m, dos pruebas que no le obligaban a correr el domingo. Tiempo después, su madre envió esas medallas en nombre de la familia al príncipe Felipe, esposo de la reina Isabel, que era entonces presidente de honor de la Universidad de Edimburgo.
- Últimas vacaciones en familia -
Patricia Russell tan sólo tenía seis años cuando vio por última vez a su padre, Eric Liddell, pero sus recuerdos se mantienen vivos.
Aunque la epopeya de 1924 la tiene presente por lo que le han explicado otras personas, ella recuerda perfectamente otra carrera, menos famosa pero que le marcó más, y que tuvo lugar en China en los años 1940, cuando su padre estaba destinado a ese país como misionero.
"Fue una carrera en la que participaban los padres y los niños y que teníamos que ganar de sobras porque yo también era rápida, pero no le pasé el testigo, ya que se trataba de un bonito pañuelo del que no me quería separar". Su padre se mostró indulgente, pero usó el incidente para recordarle la importancia del "trabajo en equipo".
"Son cosas que quedan", asegura Patricia Russell, quien a su vez tuvo tres hijos.
Otro recuerdo que lleva en el corazón: el verano de 1940, el último pasado en familia, en la localidad escocesa de Carcant, antes de que su padre quedase retenido en China por su labor misionera y que con su madre Florence, canadiense, y su hermana Heather, cruzaran el Atlántico ante la amenaza de la guerra en Europa.
"Recuerdo que Carcant estaba lleno de conejos. Cuando nos paseábamos por las colinas, logró atrapar uno... ¡imagine lo rápido que tenía que ser! Luego dijo: 'Tendremos pastel de conejo para cenar'. Heather se puso a llorar y entonces mi padre le prometió no volver a hacerlo. En su lugar inventó un juego: había que tratar de poner sal en la cola de un conejo. ¡Nunca lo conseguimos!".
- Ataque de un submarino alemán -
Patricia Russell no olvida tampoco el ataque de un submarino alemán contra el convoy de medio centenar de barcos en el viaje de vuelta a China. "Vi hundirse cinco barcos. Yo quería que fuéramos a socorrer a los náufragos, pero mi padre me dijo que era demasiado arriesgado. Alguien me señaló entonces un periscopio".
En 1941, la presión japonesa sobre China aumentó y Florence, embarazada, y sus hijas se marcharon a vivir a Canadá. Liddell fue internado por los japoneses en un campo de donde sólo podía enviar cartas de 25 palabras y severamente censuradas.
El 1 de mayo de 1945, Patricia Russell se enteró de la muerte de su padre, víctima de un tumor cerebral. "Cuando volví a casa había un silencio terrible. Cuando mi madre me dijo 'papá ha muerto' yo grité 'no, no, no, es un error'. Fue unos días antes de la victoria (de los aliados en la Segunda Guerra Mundial). El mundo estaba de fiesta", recuerda.
"Años más tarde, me encontré con gente que había conocido a mi padre en el campo (japonés) siendo niños. Me dijeron que su presencia les había cambiado la vida. Fue un consuelo saber que también había sido querido allá, pero ¡qué inmensa pérdida!", concluye.
O.Hofer--NZN